miércoles, 31 de agosto de 2011

Capitulo 31.

Parnaso. Grupos de atractivas muchachas con los ojos perfectamente pintados, con las pestañas largas y apenas un toque de color en los labios, charlan mientras se caldean con el tibio sol de aquella tarde primaveral, sentadas alrededor de unas mesitas redondas.
—¡Maldita sea, me he manchado! —Algunas de sus compañeras sentadas a la misma mesa se ríen, otras, más pesimistas, comprueban que su camiseta no haya acabado del mismo modo. La chica con la camiseta manchada introduce la punta de una servilleta de papel en el vaso lleno de agua. Restriega con fuerza la mancha de chocolate, extendiéndola. La camiseta color marfil adquiere una tonalidad beige. La muchacha se desespera.
—¡Vaya! Estos vasos de agua traen mala suerte. Es como si los camareros nos los dieran adrede, sabiendo ya que nos vamos a marchar. ¡Perdone!
Para el vuelo al camarero.
—¿Me puede traer el quitamanchas, por favor? —La chica sujeta con las dos manos la camiseta, mostrándole la mancha mojada. El camarero no se detiene en la superficie. Hace un análisis mucho más profundo. La camiseta, ahora transparente en aquel punto mojado, se apoya sobre el sostén y deja entrever el encaje.
El camarero sonríe.
—Se lo traigo enseguida, señorita.
Profesional y mentiroso, preferiría darle otra cosa, incluso a sabiendas, frustrado, de que aquel botón desabrochado de más no está, desde luego, dedicado a él. Ninguna chica del Parnaso saldría jamás con un camarero.
Ash, Silvia Festa y alguna que otra alumna más del Falconieri están apoyadas sobre una cadena que se extiende, sufriendo bajo su peso, de un bajo pilón e mármol a otro gemelo.
—Aquí está. —Vanessa tiene las mejillas encendidas. Las saluda con una sonrisa divertida, ligeramente cansada de la caminata. Ash corre a su encuentro—. Hola. —Se besan, afectuosas y sinceras. A diferencia de la mayor parte de los besos que circulan por las mesas del Parnaso—. ¡Qué cansancio! ¡No sabía que estuviera tan lejos!
—¿Has venido a pie? —Silvia Festa la mira sin poder dar crédito.
—Sí, me he quedado sin Vespa. —Vanessa mira intencionadamente a Ash—. Y, además, tenía ganas de andar un poco. Pero me parece que he exagerado, estoy muerta. Imagino que no tendré que volver a casa del mismo modo, ¿verdad?
—No, ten. —Ash le da un llavero—. Ahí tienes mi Vespa, a tu entera disposición. —Vanessa mira la gruesa P de goma azul claro que tiene entre las manos.
—¿Se sabe algo de lo que ha pasado con la mía?
—Pollo me ha dicho que nadie sabe nada. Debe de haberla cogido la policía. Dice que al cabo de un cierto tiempo te avisan.
—Imagínate si hablan con mis padres. —Vanessa mira al grupo de muchachos. Reconoce a Pollo y a algún que otro amigo más de Zac. Un tipo con una banda en un ojo le sonríe. Vanessa desvía la mirada.
Algunas motos se paran por allí cerca. Vanessa mira esperanzada a los recién llegados. El corazón le late con fuerza. Inútilmente. Chicos anónimos, al menos para sus ojos, se encaminan hacia las mesitas saludando.
—¿A quién buscas? —El tono y la cara de Ash no dejan lugar a dudas.
—A nadie, ¿por qué? —Vanessa se mete las llaves en el bolsillo sin mirarla. Está segura de que sus ojos sinceros la traicionarían.
—No, por nada, tenía la impresión de que buscabas a alguien —insiste Ash.
—Bueno, hasta luego, chicas. —Una despedida apresurada. Sus mejillas se sonrojan de nuevo. Y esta vez no es solo a causa del cansancio. Ash la acompaña hasta la Vespa.
—¿Sabes cómo funciona? —Vanessa sonríe. Quita el seguro de la dirección y la enciende.
—¿Qué hacéis esta noche?
—¡Eh! ¿Qué pasa? ¿Te dignas a salir con nosotros?
—Mira que te gusta discutir. ¡Solo te he preguntado qué hacéis!
—Bah, no lo sé. Si quieres te llamo o hago que te llamen.
Ash la mira alusiva. Tras aquella sonrisa aparece inesperadamente su imagen: Zac. Sus ojos claros, su piel morena, el pelo corto, las manos con marcas de sonrisas despedazadas, de narices, antes perfectas, destrozadas. <Me recuerdas a mi pececito.> La boca abierta… los ojos cerrados… <Ah, pero entonces eres una incoherente… incoherente… incoherente…> Como un eco. Vanessa siente un ramalazo de orgullo.
—No, gracias. Déjalo estar. Nos vemos mañana en el colegio. Era solo por curiosidad.
—Como quieras… —La Vespa se la lleva rápidamente de allí antes de que aqueñ débil dique de orgullo sea arrasado por ese mar peligroso todavía en calma. Ash saca el teléfono móvil del bolsillo y sonríe.
Vanessa mete la Vespa de Ash en el garaje. Perfecta. Su padre jamás se dará cuenta de la diferencia. La acerca un poco más a la pared, así no podrá decirle nada. Mira el reloj. Las siete menos cuarto. ¡Caramba! Sube corriendo las escaleras. Abre apresuradamente la puerta.
—Stella, ¿ha vuelto mamá?
—No, todavía no.
—Menos mal. —Gina la ha castigado, Vanessa no puede salir en una semana y fallar justo el primer día sería pasarse un poco. Stella la mira impaciente.
—Entonces, ¿no sabes nada de la Vespa?
—Nada. Debe de tenerla la policía.
—¿Qué? ¡Estupendo! ¿Y para qué les sirve, para perseguir a la gente?
—Me han dicho que, tarde o temprano, la policía llamará para devolvérsela. Solo tenemos que procurar interceptar la llamada antes de que mamá y papá…
—Ah, sencillísimo. ¿Y si llaman por la mañana?
—Estamos acabadas. Por el momento, Ash no ha prestado su Vespa. La he metido en el garaje para que papá no se dé cuenta cuando vuelva.
—Ah, por cierto, te ha llamado Ash.
—¿Cuándo?
—Hace poco, mientras estabas fuera. Me ha pedido que te dijera que esta noche salen y van a Vetrine. Que te espera, que no te des tantos aires y que vayas, que se ha enterado de todo. Luego me ha dicho algo así como nombre de un animal. Perrito, ratoncito… Ah, sí, ha dicho que saludara al pececito. ¿A quién se refiere?
Vanessa se vuelve hacia Stella. Se siente herida, descubierta, traicionada. Ash lo sabe.
—Nada, es solo una broma.
Sería demasiado largo de explicar. Demasiado humillante. La rabia se apodera de ella momentáneamente, la conduce silenciosa hasta su habitación. En el atardecer que hay pintado sobre los cristales de su ventana contempla transcurrir de aquella historia. La boca de Zac, su sonrisa burlona, el momento en el que se lo cuenta todo a Pollo, su carcajada y luego la repetición de la misma historia a Ash y quién sabe a quién más. Se ha comportado como una estúpida, tendría que habérselo contado todo a su mejor amiga. La habría entendido, con solado. Se habría puesto de su parte, como siempre. Después, mira el póster sobre el armario. Y siente odio por un instante. Pero es solo un instante. Lentamente, abandona las armas. <Mítica pareja.> Orgullo, dignidad, rabia, indignación. Caen deslizándose como un camisón de seda sin tirantes, por su cuerpo liso y dorado. Y ella, finalmente liberada, sale de él con facilidad, con un simple paso. Desnuda de amor se acerca a él, a su imagen.
Por un momento, parece sonreírse. Abrazados en el sol del atardecer, cercanos, aunque diferentes. Él, de papel plastificado, ella rebosante de lúcidas emociones, finalmente claras y sinceras. Ella baja tímidamente los ojos y, sin querer, se encuentra frente al espejo. No se reconoce. Esos ojos tan sonrientes, esa piel luminosa… También la cara parece distinta. Se tira hacia atrás el pelo. Es otra. Sonríe feliz a esa que no ha sido nunca. Una muchacha enamorada. No solo. Una muchacha indecisa y preocupada por lo que se pondrá esa noche.
Más tarde, después de que sus padres la hayan reñido de nuevo y hayan salido a uno de sus cenas, Vanessa entra en la habitación de Stella.
—Stella, yo salgo.
—¿A dónde vas? —Stella aparece en la puerta.
—A Vetrine. —Vanessa saca de los cajones algunos suéteres y abre el armario de su hermana—. Oye, ¿dónde has puesto la falda negra… la nueva…?
—¡No te la dejo! ¡Si no, me tiras también esta! Ni lo sueñes.
—Venga, fue una casualidad, ¿no?
—Sí, pero puede que esta noche se produzca otra. Puede que esta vez acabes en el barro. No, no te la presto. Es la única que me sienta bien. No te la puedo dejar, en serio.
—Vale pero luego, cuando haga la camomila y salgo en el periódico, tú te pavoneas con tus amigas y les dices a todas que eres mi hermana. ¡A que no le dices que no me prestas la falda!
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Ya lo creo que tiene que ver, cuando me tengas que pedir un favor…
—Está bien, en ese caso, cógela…
—No, ahora ya no la quiero…
—Ah, no, ahora la coges…
—No, no la quiero…
—¿Ah, no? Pues si no te pones mi falda para salir llamo a mamá y le digo lo que vas a hacer.
Vanessa se vuelve enojada hacia su hermana.
—¿Qué es lo que haces?
—Lo que has oído.
—Verás entonces lo rojas que se te ponen las mejillas…
Stella hace una mueca divertida y las dos sueltan finalmente una carcajada.
—Ten. —Stella pone la falda sobre la cama—. Toda tuya. Puedes revolcarte con ella en el estiércol, si te parece.
Vanessa coge la falda con ambas manos y la apoya sobre su tripa. Empieza a considerar lo que podría ponerse encima. Suena el teléfono. Stella va a responder.
En su habitación. Vanessa sube el volumen de la radio. La música inunda la casa. Stella aparta el auricular.
—Espera un momento, Andrea.
Cierra la puerta del pasillo, luego se pone a hablar de nuevo tranquilamente. Vanessa lo saca todo. El armario abierto, los cajones en el suelo. La ropa tira sobre la cama. Indecisión. Va a la habitación de su madre. Abre el armario grande. Empieza a hurgar en él. De vez en cuando se acuerda de algo. ¿Quedará bien con la falda negra? Abre los cajones. Tiene mucho cuidado de dónde mete las manos. Las cosas tienen que volver a su sitio. Las madres siempre se dan cuenta de todo, o casi. Tampoco Gina ha notado lo de la Vespa. Las madres se dan cuenta de todo pero no entienden nada de motos o de Sony.
No hay que enviar nunca a una madre a comprar los vaqueros que has visto puestos a una amiga. Te traerá siempre los que lleva el último mono de la clase.
Sonríe. ¿Un suéter de angora azul? Demasiado abrigado. ¿La blusa de seda? Demasiado elegante. ¿La chaqueta negra con el body debajo? Demasiado lúgubre. El body, sin embargo, no está mal. ¿Y si se lo pusiera debajo de la camisa? Se puede probar. Vuelve a cerrar los cajones. Se dispone a volver a su habitación. Se ha dejado el suéter rojo sobre la cama. La habrían pillado. Lo pone en su sitio. ¿Se dará cuenta? El entusiasmo es más fuerte que el miedo.
¡Qué más da! Es castigo desaparece desintegrándose en el espejo. Vanessa mira perpleja. El body bajo la camisa no. La falda de Stella no le pega nada. Mejor así. Pobre. La verdad es que es lo único que le sienta bien. Decide llevársela a correr con ella. Mañana. Pero ¿y ahora? Ahora, ¿qué me pongo? Se le ocurre de repente. Abre corriendo el último cajón. ¡El peto vaquero! Lo saca. Descolorido, corto y arrugado, justo como lo odia su madre. Se sienta sobre la cama, coge los calcetines y se los pone. Después los cubre con las All Star, altas hasta el tobillo, azul oscuro, del mismo color de la cinta elástica que encuentra en el baño. Se peina tirándose el pelo hacia detrás. Dos pendientes de colores en forma de pez de los Mares del Sur. La música a todo volumen. Una línea negra le alarga los ojos. El lápiz gris los difumina intentando embellecerlos aún más. Los dientes blancos saben a menta. Un delicado brillo cubre sus labios carnosos haciendo que resulten aún más deseables. Las mejillas, sonrosadas de por sí, no necesitan que les añada nada.
Stella sigue al teléfono. Repentinamente, la música se interrumpe. La puerta del pasillo se abre poco a poco. Stella enmudece.
—¡Caramba, estás guapísima!
Vanessa se pone la cazadora vaquera Levi´s oscura.
—¿De verdad que estoy bien?
—¡Super guay!
—Gracias, Stella..., ¿sabes…?, tu falda resultaba demasiado seria.
Le da un beso. Luego sale apresuradamente, saca la Vespa de Ash del garaje. La enciende, mete la primera. Baja por la cuesta, deslizándose en el fresco de la noche. Su Caronne francés se mezcla con el perfume de jazmines italianos en un delicado hermanamiento. Saluda a Fiore, el portero. Después se adentra en el tráfico. Sonríe. ¿Qué pensará Zac de todo aquello? ¿Le gustará? ¿Qué dirá del peto? ¿Del maquillaje? ¿Y la camisa? ¿Notará que se ha pintado los ojos? Su pequeño corazón se acelera. Inútilmente preocupado. No sabe que, muy pronto, tendrá todas las respuestas.

Alice, una cosita, me gustaria hablar contigo por msn o por algun lado.
podrias dejarme un mensaje o algo? 
Muack

lunes, 29 de agosto de 2011

Capitulo 30.

El viejo bolso de piel apretado bajo el brazo. Una chaqueta de paño color mostaza. El pelo lánguido, al igual que su andar, corto y recogido, con algunas mechas. Las medias transparentes de color marrón le regalan todavía algunos años, como si le hicieran falta. Y los viejos zapatos de medio tacón con las puntas peladas le hacen daño. Pero todo esto no es nada comparado con lo que siente en su interior.
Su corazón debe de llevar puestos unos zapatos al menos dos números más pequeños. La Giacci abre el portón de cristal del viejo edificio. Chirrían sin que ello le sorprenda. Se para delante del ascensor. Aprieta el botón. La Giacci mira los buzones del correo. Algunos carecen de nombre. Uno que ni siquiera tiene el cristal cuelga hacia abajo destartalado, justo como la casa de Nicolodi, el propietario. ¿Son las cosas las que acaban de parecerse a sus dueños o es al contrario? La giacci desconoce la respuesta. Entre en el ascensor.
Algunas inscripciones en la madera. Se puede leer el nombre de un amor pasado. Algo más arriba, el símbolo de un partido perfectamente tallado por un iluso escultor. Abajo, a la derecha, un órgano masculino resulta ligeramente imperfecto, según sus vagos recuerdos.
Segundo piso. Saca las llaves del bolso. Introduce la más larga en la cerradura de en medio. Oye un ruido detrás de la puerta. Es él, su único amor. La razón de su vida. <¡Pepito!> Un perro le sale el encuentro ladrando. La Giacci se inclina. <¿Cómo estás, tesoro mío?> El perro le salta en brazos moviendo la cola. Empieza a hacerle fiestas. <No sabes, Pepito, lo que le han hecho hoy a tu mami.> La Giacci cierra la puerta, coloca el bolso de piel sobre una fría repisa de mármol blanco y se quita la chaqueta.
<Una alumna estúpida se ha atrevido a regañarme, delante de todas, ¿entiendes…?tendrías que haber oído en qué tono.> La Giacci se dirige a la cocina. El perro la sigue trotando. Parece sinceramente interesado.
<Ella, por un miserables error, me ha arruinado, ¿me entiendes? Me ha humillado delante de toda la clase.> Abre el viejo grifo que hay en un extremo del tubo de goma amarillento a causa de los años. El agua salpica irregularmente una rejilla de plástico blanco, de contorno irregular. La han cortado a mano para hacerla entrar en la pila.
<Ella lo tiene todo. Tiene una bonita casa, alguien que, en estos momentos, le está preparando la comida. Ella no se tiene que preocupar por nada. Ahora ni siquiera estará pensando en lo que ha hecho. Claro, a ella, ¿qué más le da?> De un armario lleno de vasos diferentes entre ellos, la Giacci saca uno cualquiera y lo llena de agua. Hasta el cristal parece acusar el paso del tiempo. Bebe y regresa a la salita. El perro le sigue obediente.
<Tenías que haber visto también el resto de las alumnas. Estaban encantadas. Se reían a mis espaldas contentas de ver cómo me equivocaba…> La Giacci saca del cajón algunos ejercicios y se sienta a una mesa. Empieza a corregirlos. <Ella no debería de haberlo hecho.> Y subraya en rojo repetidas veces el error de una pobre inocente. <No debería haberme puesto en ridículo delante de toda la clase.> El perro salta sobre el viejo sillón de terciopelo burdeos y se acurruca sobre el mullido almohadón, ya acostumbrado a su pequeño cuerpo.
<¿Lo entiendes? ¿Cómo puedo volver ahora a esa clase? Cada vez que ponga una nota correré el riesgo de que alguien me diga: “¿Está segura de que me la ha puesto a mi, maestra?”. Y se reirán de mí, estoy segura de que se reirán.> El perro cierra los ojos. La Giacci pone un cuatro al ejercicio que está corrigiendo. Puede que aquella pobre inocente se mereciera algo más. La Giacci sigue hablando sola. Pepito se duerme. Un nuevo ejercicio viene sacrificado. En un día más sereno, tal vez hubiera alcanzado el aprobado.
Mañana no será un buen día para la clase. Mientras tanto, en esa habitación, una mujer sentada a una mesa cubierta por un viejo hule ha encontrado prácticamente sola la respuesta. Son las personas las que hacer que se parezcan a ellas lo que poseen. Y, por un momento, todo en aquella casa resulta más gris y más viejo. E incluso la bonita Virgen que cuelga de la pared parece perder su bondad.

domingo, 28 de agosto de 2011

Capitulo 29.

Qué cara tan dura, ese muchacho. Gina abre aquel extraño tubo. Un póster. Reconoce a Zachary sobre una moto con la rueda levantada. Pero la que va detrás es su hija. Es Vanessa. ¿Quién habrá hecho esa foto? Está un poco desgranada. Parece la foto de un periódico. Sobre el lado izquierdo, en lo alto, han escrito algo a mano con un rotulador: <¡Pareja mítica!>. Lo más probable es que lo haya hecho ese tipo. En cambio, abajo, a la derecha, hay una frase impresa: <La foto de los fugitivos>. ¿Qué querrá decir?
—Señora, su marido al teléfono.
—¿Sí, Greg?
—¡Gina! —Parece alteradísimo—. ¿Has visto la foto de Il messagero de hoy? En las noticias de Los Ángeles está la foto de Vanessa…
—No, no lo he visto. Voy a comprarlo enseguida.
—¿Sí? ¿Gina? —Su mujer le ha colgado ya. Greg mira el mudo auricular. Su mujer no le deja nunca acabar las frases. Gina baja corriendo hasta el quiosco que hay debajo de su casa. Coge Il messagero y lo paga. Lo abre sin ni siquiera esperar la vuelta. Lo que quiere decir que está realmente alterada. Va directamente a las noticias de Los Ángeles. Ahí está. La misma foto. Lee el titular: <Los piratas de la carretera>. Su hija. La redada, la policía municipal, la persecución. Las detenciones de la policía. ¿Qué tendrá que ver Vanessa con todo esta historia? Las líneas empiezan a bailarle ante los ojos. Cree que se va a desmayar. Respira profundamente. Poco a poco se va recuperando. Poco importa ya que le den las vueltas. El vendedor de periódicos, al ver la palidez de su rostro, se inquieta.
—¿Se siente mal, señora Hudgens? ¿Malas noticias?
Gina se vuelve hacia él sacudiendo la cabeza.
—No, no, no es nada.
Sale del quiosco. Por otra parte, ¿qué habría podido decirle? ¿Qué iba a decir ahora a sus amigas? ¿A los vecinos? ¿A los Accado? ¿Al mundo?
<No es nada, no os preocupéis. Mi hija es uno de los piratas de la carretera.> Iba a ser duro esperar hasta la salida del colegio.


La voz del interfono es cálida y sensual, justo como la del cuerpo al que pertenece.
—Señor Efron, su padre por la uno.
—Gracias, señorita. —Paolo aprieta el botón—. ¿Sí, papá?
—¿Has visto Il Messagero?
—Sí, tengo la foto aquí delante.
—¿Has leído el artículo?
—Sí.
—¿Qué piensas?
—Bueno, no hay mucho que pensar. Creo que antes o después acabará mal.
—Sí, estoy de acuerdo. ¿Qué podemos hacer?
—No creo que haya mucho que hacer.
—¿Puedes hablar con él cuando vuelvas a casa?
—Sí, lo haré. Aunque no creo que sirva mucho. Pero si eso te hace feliz, lo haré.
—Gracias, Paolo.
El padre cuelga el teléfono. Feliz. ¿Qué puede hacerme feliz? Desde luego no un artículo como aquel sobre mi hijo. Coge el periódico. Mira la foto. Dios mío, qué guapo es, igual que su madre. Una leve sonrisa se dibuja sobre su cara cansada, incapaz de borrar aquel viejo sufrimiento. Por un momento, es sincero consigo mismo.
—Sí. Yo sé lo que me podría hacer feliz de nuevo.


La secretaria de Paolo entra en el despacho con algunas hojas.
—Estas son para firmar, señor.
Las pone sobre el escritorio y se queda allí esperando. Paolo coge la pluma de oro del bolsillo de su chaqueta. Se la ha regalado Manuela, su novia. Pero, en ese momento, advierte el perfume de la secretaria. Es provocante. Todo en ella lo parece. Polo escribe su nombre al final de cada folio. Tiene en la mano la pluma de Manuela, pero piensa en su secretaria. En su perfume, en sus caderas inocentes que rozan delicadamente su espalda. ¿O acaso no es así? Puede que, a fin de cuentas, no sean tan inocentes… La idea de aquella proximidad deseada empieza a excitarlo.
—Señor, ¿este del periódico no es su hermano?
Paolo firma sobre el último folio.
—Sí, es él.
La secretaria mira todavía por un instante la foto.
—¿Y esa que va detrás es su novia?
—No lo sé. Es posible.
—Su hermano resulta mucho mejor en persona.
Paolo mira salir a la secretaria. Su modo de andar y lo que acaba de decir no deja lugar a dudas. Es una mujer y como tal, piensa, es astuta. Lo ha rozado adrede, está seguro. Al menos tanto cuanto lo está de que, gracias a la estratagema que se le ha ocurrido, el señor Forte se ahorrará varios miles de euros. Mira el periódico. Por un momento se imagina que es él el que va sobre la moto y levanta la rueda con su secretaria detrás. Ella se aferra a él, sus piernas contra las suyas, sus brazos alrededor de su cintura. Sería estupendo. Cierra Il Messagero. Paolo tiene terror a las motos. ¿Saldrá alguna vez alguna foto suya en el periódico? Por descontado, no lo inmortalizarán mientras hace el caballito. Como mucho, algo que tenga que ver con el mundo de las finanzas. Inesperadamente, tiene un mal presentimiento. Ve una foto suya titulada: <Arrestado el asesor fiscal del conocido financiero>. Coge de nuevo el dossier del señor Forte. Tal vez sea mejor controlar de nuevo que todo esté en orden.


A la salida del colegio, Ash baja los escalones saltando al lado de Vanessa.
—¡Es genial! Menudo ridículo le has hecho hacer a la Giacci.
—Lo siento…
—¿Lo sientes? Le está bien merecido a esa vieja asquerosa… En serio, ¿crees de verdad que se equivocó al meter ahí mi ejercicio? Esa lo hizo adrede. Me odia porque estoy siempre contenta, porque tengo siempre ganas de bromear mientras que ella… Madre mía, menudo muermo.
—Ya lo sé, pero lo siento de todos modos. Y, además, ¿has notado cómo me mira? Ahora me odia, hará todo lo posible para que vaya mal.
Ash le da una palmadita en el hombro.
—Imagínate, no te puede hacer nada. Con lo buena que eres, por mucho que te haga, llegar a los exámenes será un paseo para ti. Si yo tuviera tu media, ¿sabes la que organizaría…? —Ash saca de la bolsa la cajetilla de Camel. Coge un cigarrillo y se lo mete en la boca. Mira dentro del paquete. Faltan tres para llegar al que está invertido, al del deseo.
—Eh, pero ¿no habías dicho que dejabas de fumar?
—Sí, lo dije. Lo dejo el lunes.
—¿Pero no era el lunes pasado?
—De hecho. El lunes lo dejé, pero volví a empezar ayer.
Vanessa sacude la cabeza. Luego ve el coche de su madre aparcado al otro lado de la calle.
—¿Qué haces, Ash, vienes con nosotras?
—No, espero a Pollo, dijo que vendría a recogerme. Tal vez venga con Zac. ¿Por qué no te quedas tú también? Venga, dile a tu madre que vienes a comer a mi casa.
Vanessa no ha vuelto a pensar en Zac durante toda la mañana. Han sucedido demasiadas cosas. ¿Cómo se despidieron la noche anterior? Incoherente. Ese le dijo. Qué tontería. Ella no es una incoherente.
—Gracias, Ash. Voy a casa y, además, ya te he dicho que no quiero ver a Zac; no insistas demasiado con esa historia o acabaremos por reñir.
—Como quieras. Entonces a las cinco en el Parnaso… —Vanessa prueba a replicarle, pero Ash es más rápida que ella.
—Sí, con mi Vespa. —Vanessa le sonríe y se aleja. ¿Por qué es tan arrogante?, piensa Ash. Asunto suyo. Puede que sea una especie de táctica. Bueno, en cualquier caso, es demasiado simpática. Y, además, es una capaz de poner en su sitio a la Giacci como se debe. Es hora de difundir la noticia. Ash se acerca a un grupito de chicas más pequeñas. Son de segundo.
—¿Os habéis enterado del ridículo que ha hecho la Giacci?
—No, ¿qué ha pasado?
—Estaba a punto suspender a Silvia Festa, una de mi clase. Pero luego resultó que se había equivocado y le había puesto la nota de otra.
—¿Lo juras?
—Sí, menos mal que Vanessa se dio cuenta.
—¿Quién, Hudgens?
—Justo ella.
Una muchacha se le acerca con Il Messagero en la mano.
—Oye, Ash, ¿esta no es Vanessa?
Ash le arranca el periódico de las manos. Lee deprisa el artículo. Mira a Vanessa. A esas alturas está ya a punto de llegar al coche de su madre. Prueba a llamarla. Grita con fuerza pero el ruido del tráfico cubre su voz. Demasiado tarde.
Vanessa levanta el asiento para entrar detrás en el coche.
—Hola, mamá. —Se inclina hacia delante para besarla. Una bofetada le da de lleno en la cara—. ¡Ay! —Vanessa ca sobre el asiento posterior. Se acaricia la mejilla dolorida, sin entender.
También Stella entra en el coche.
—¡Eh, habéis visto qué estupendo! Vanessa ha salido en el periódico…
Mira a su alrededor. Ese silencio. La cada de Gina. La mano de Vanessa que se acaricia la mejilla dolorida. Lo entiende al vuelo.
—Olvidadlo. —Mientras esperan a Giovanna que, como siempre, se retrasa, Gina se pone a gritar como una loca. Vanessa trata de explicarle toda la historia. Stella testimonia a su favor. Gina se pone aún más nerviosa. Ash se convierte en la acusada principal. Pero no se le puede perseguir, está al otro lado de la frontera.
Finalmente llega Giovanna y con el acostumbrado <Disculpad> sube detrás. El coche arranca. Hacen todo el trayecto en silencio. Giovanna piensa que aquella se ha convertido ya en una situación insostenible. No es posible que estén siempre tan nerviosas.
—Bueno, perdonad, pero hoy no he llegado tan tarde, ¿no? —Stella suelta una carcajada. Vanessa se controla un poco pero no tarda mucho en soltar también el trapo. Hasta Gina acaba por echarse a reír.
Giovanna, naturalmente, no entiende nada, es más, se ofende. Piensa que no solo son unas exageradas sino incluso unas arrogantes por tomarle el pelo de aquel modo. Se lo dirá a su madre. A partir de mañana, decide Giovanna, o me viene a recoger ella o vuelvo a casa en autobús.
Al menos toda aquella historia ha servido para algo: ya no tendrán que esperar más a Giovanna.

sábado, 20 de agosto de 2011

Capitulo 28.

Mediodía. Zac, vestido con un suéter y un par de pantalones cortos, entra en la cocina para desayunar.
—Buenos días, Maria.
—Buenos días. —Maria deja de inmediato de lavar los platos. Sabe que a Zac le molesta el ruido recién levantado. Zac saca del fuego la cafetera el cacito de la leche y se sienta en la mesa justo en el momento en que empieza a sonar el timbre. Parece enloquecido. Zac se lleva la mano a la frente.
—Pero quién co…
Maria corre hacia la puerta con pasitos veloces.
—¿Quién es?
—¡Soy Pollo! ¿Me abre, por favor?
Maria, recordando el día anterior, se vuelve hacia Zac con aire interrogativo. Zac asiente con la cabeza. Maria abre la puerta. Pollo entra corriendo. Se detiene delante de Zac, mientras este se sirve un café.
—¡Oh, Zac, no sabes qué mito! ¡Fabuloso, guay!
Zac enarca las cejas.
—¿Me has traído los sándwiches?
—No, no te los traigo más, visto que no los sabes apreciar. Mira. —Le enseña Il Messagero.
—El periódico  lo tengo ya —levanta de la mesa La Reppublica—, me lo ha traído Maria. Por cierto, ni siquiera la has saludado.
Pollo se vuelve hacia ella impaciente.
—Buenos días, Maria. —Acto seguido, abre el periódico y lo pone sobre la mesa—. ¿Has visto? ¡Mira qué foto tan impresionante! Un mito… Sales en el periódico…
Zac poner la mano sobre la página de las noticias de Los Ángeles. Es cierto. Ahí está. En la moto, con Vanessa detrás, haciendo el caballito delante de los fotógrafos. Perfectamente reconocibles: menos mal que los han fotografiado por delante. La matrícula no se ve; de no ser así, estarían metidos en un buen lío. Todo un artículo. Las carreras, los nombres de algunos detenidos, la sorpresa de la policía, la descripción de su huida.
—¿Has leído? ¡Eres un mito, Zac! ¡Ahora eres famoso! Coño, ojalá hubieran escrito sobre mí un artículo así.
Zac le sonríe.
—Tú no sabes hacer el caballito como yo. La verdad es que es una bonita foto. ¿Has visto lo bien que ha salido Vanessa?
Pollo asiente a su pesar. Vanessa no es lo que se dice su ideal de mujer. Zac levanta el periódico con las dos manos y contempla extasiado la fotografía.
—¡Desde luego, no se puede negar que mi moto es preciosa! —exclama mientras se pregunta si Vanessa habrá visto ya aquella foto. Seguro que no—. Pollo, me tienes que acompañar a un sitio. Ten, bebe un poco de café mientras me ducho. —Zac se marcha. Pollo ocupa su asiento. Mira la foto. Empieza a releer el artículo. Coge la taza y se la lleva a la boca. ¡Qué asco! Es cierto: Zac toma el café sin azúcar. La voz de su amigo le llega desde la ducha, atenuada por el ruido del agua.
—¿A qué hora cierran las tiendas? —Pollo echa la tercera cucharita de azúcar en el café. Después mira el reloj.
—En menos de una hora.
—Coño, tenemos que darnos prisa. —Pollo prueba el café. Ahora sí que está bueno. Se enciende un cigarrillo. Zac aparece en la puerta. Lleva puesto un albornoz y se frota enérgicamente el pelo con una toalla pequeña. Se acerca a Pollo y mira de nuevo la foto.
—¿Qué efecto hacer ser el amigo de un mito?
—Bah, no exageres.
Zac le coge la taza de las manos y bebe un sordo de café.
—¡Qué porquería! ¿Cómo puedes bebértelo tan dulce? ¡Es terrible! ¡Ahora entiendo por qué estás tan gordo! ¿Cuántas cucharitas has echado?
—Yo no estoy gordo. Solo lo parezco.
—Oh, Pollo, ahora que  tienes novia tienes que volver al gimnasio, fumar menos, hacer dieta. ¡Mira que si no esa te deja! Las mujeres son tremendas, te abandonas un poco y estás acabado. Ahora, además, después de esta foto, como mínimo tendrás que salir también tú en el periódico.
—Mira que yo ya he salido en el periódico, y antes que tú, además. Con los irreducibles. Tengo un primer plano de miedo con una banda en la frente y los brazos en alto, como un auténtico <jefe de la curva>.
—No entiendes nada, el hincha ya no está de moda. Lo que va hoy es el matón, el gamberro… Lo ves, de hecho han escrito el artículo sobre mí. ¿Crees que puedo pedir algo de dinero al Messagero? Abuso de imagen, ¿no? —Zac va a vestirse. Pollo acaba de beberse el café. Luego se levanta y se pasa la mano por la barriga. Zac tiene razón. A partir del lues volverá al gimnasio. A saber por qué la gente dejará todo para los lunes.


Pollo está en la avenida Angelico, sentado sobre su moto parada y apoyada sobre el soporte lateral. Zac monta al vuelo detrás de él.
—Vamos ya… Ve despacio, Pollo, que lo he puesto entre los dos.
—¿Cuánto te ha costado?
—Veintidós euros.
—Caramba. ¿A dónde tenemos que ir ahora?
—A la plaza Jacini.
—¿Para qué?
—Vanessa vive allí.
—¡Vaya! ¿Y no la habías visto nunca?
—Jamás.
—Qué extraña es la vida, ¿verdad?
—¿Por qué?
—Bueno, primero no la ves nunca y luego empiezas a toparte con ella todos los días.
—Sí, extraña.
—Aún más extraña si después de empezar a verla todos los días le haces incluso regalitos.
Zac da una palmada fuerte en el cuello desnudo de Pollo.
—¡Ay!
—¿Has acabado? Pareces uno de esos taxistas coñazos que no dejan de hablar mientras te llevan a un sitio y te hacen un montón de preguntas. Solo te falta la radio emitiendo graznidos para ser idéntico.
Pollo se pone a conducir alegremente e imita la radio de los taxistas.
—Csss plaza Jacini para Pollo 40, plaza Jacini para Pollo 40. —Zac le da otra palmada. Luego empieza a abofetarlo con la palma de la mano abierta en la cara, en las mejillas, en la frente. Pollo sigue imitando la radio del taxi a grito pelado.
—Plaza Jacini a Pollo 40, plaza Jacini a Pollo 40.
Sin dejar de reírse y gritar, avanzan en zigzag en medio del tráfico obligando a frenar a los coches con los que se van cruzando. Se aproximan a un verdadero taxi. Pollo chilla dentro de la ventanilla: <Plaza Jacini a Pollo 40>. El taxista alza la mano señalándoles y sacudiendo la cabeza. Se entiende perfectamente que su ídolo, como mucho, puede ser Sordi, De Niro no, desde luego. Zac y Pollo pasan junto a una policía. Casi llegan a rozarla, sonriéndole, tocándole el borde de la falda. Pollo le saca incluso la lengua. Ella ni siquiera hace ademán de anotar la matrícula. ¿Qué podría escribir sobre la multa? El código de la circulación no castiga los intentos de ligue, aunque sean tan groseros como aquellos.
—¡Plaza Jacini a Pollo 40, hemos llegado! —La moto de Pollo frena con estruendo delante de la barra del edificio de Vanessa.
Zac saluda al portero, quien le devuelve el saludo y lo deja pasar. La moto sube por la pendiente. El portero mira a aquellos dos energúmenos ligeramente perplejo. Pollo se vuelve hacia Zac.
—Por lo visto ya has estado aquí, el portero te ha reconocido.
—Nunca. Los porteros son todos iguales, basta con que los saludes para que te dejen pasar. Párate y espera aquí. —Zac baja de la moto.
Pollo da gas y la apaga.
—Date prisa, la cosa esa del pago sigue en marcha…
—El taxímetro.
—Vale, comoquiera que se llame. Muévete. Si no me voy.
Zac encuentra el nombre en el telefonillo y llama.
—¿Quién es?
—Tengo que entregar un paquete para Vanessa.
—Primer piso.
Zac sube. Una criada gorda lo espera en la puerta.
—Buenos días, tenga, he de dejas esto para Vanessa. Tenga cuidado, que se estropea. —Una voz llega hasta ellos desde el final del pasillo.
—¿Quién es, Rina?
—Un chico que trae una cosa para Vanessa. —Gina se acerca mirando al muchacho que hay en la puerta. Ancho de hombres, pelo corto, esa sonrisa. Lo ha visto antes, pero no recuerda dónde.
—Buenos días, señora. ¿Cómo está? He traído esto para Vanessa, es una tontería. ¿Se lo puede dar cuando vuelva del colegio?
Gina sigue sonriendo. Luego, de golpe, cae en la cuenta. Deja de sonreír.
—Tú eres el que golpeó al señor Accado. Eres Zachary Efron.
Zac se queda sorprendido.
—No sabía que fuera tan famoso.
—De hecho no lo eres. Eres solo un sinvergüenza. ¿Tus padres saben lo que ha pasado?
—¿Por qué, que es lo que ha pasado?
—Te han denunciado.
—Oh, no importa. Estoy acostumbrado. —Sonríe—. Y, además, soy huérfano.
Gina se siente embarazada por un momento. No sabe si creérselo o no. Hace bien.
—Bueno, en cualquier caso, no quiero que vayas detrás de mi hija.
—A decir verdad, es ella la que viene siempre detrás de mí. Pero no importa, a mí no me molesta. Se lo ruego, no la riña, no se le merece, yo la entiendo.
—Yo no. —Gina lo mira de arriba abajo tratando de hacerlo sentirse cohibido. No lo consigue. Zac sonríe.
—No sé por qué, pero nunca les gusto a las madres. Bueno, perdone, señora, pero ahora tengo que marcharme. Me está esperando un taxi. Me estoy gastando un dineral. —Zac baja por las escaleras, cuando salta los últimos escalones oye el portazo. Cuánto se parece a Vanessa, esa señora. Tiene los mismo ojos, la misma forma de la cara. Pero Vanessa es más guapa. Espera que no tenga tan mala leche. Recuerda la última vez que se vieron. No, también se parecen eso. Le entran ganas de volverla a ver. Pollo toca con insistencia el claxon.
—Eh, ¿te quieres mover? ¿Qué coño haces, te has quedado alelado?
Zac sube detrás de él.
—¿Es posible que incluso como taxista seas una porquería?
—Cierra el pico. Hace una hora que te espero. ¿Qué estabas haciendo?
—He hablado con su madre. —Zac tiene un presentimiento. Levanta la cabeza. De hecho, justo lo que se imaginaba. Gina está allí, asomada a la ventana. Da un salto hacia atrás tratando de apartarse de ella. Demasiado tarde. Zac la ha visto. Le sonríe saludándola. Gina cierra con fuerza la ventana mientras la moto desaparece tras la curva. Pollo se detiene delante de la barra. Zac saluda al portero. Es mejor contar con algún amigo en aquella casa.
—¿Has hablado con su madre? ¿Y qué te ha dicho?
—Nada, hemos mantenido una pequeña conversación. En realidad me adora.
—Ten cuidado, Zac.
—¿De qué?
—¡De todo! Esta es la clásica historia que acaba mal.
—¿Por qué?
—Tú llevando regalos… hablando con la madre. No lo has hecho nunca. ¿Te gusta tanto esa Vanessa?
—No está mal.
—¿Y Madda?
—Y que tendrá que ver Madda. Esa es otra historia.
—¡Vaya! ¿Vas a salir con Vanessa?
—¡Pollo…!
—¿Qué pasa?
—¿Te has enterado de que ayer mataron a uno cerca de tu casa?
—Pero ¿qué dices? No sé nada. ¿Qué pasó?
—Le contaron la garganta. —Zac mete al vuelo el brazo alrededor del cuello de Pollo y aprieta.
Era taxista y hacía demasiadas preguntas.
Pollo trata de liberarse. En vano. Entonces intenta hacerse el gracioso y remeda una vez más el graznido de la radio.
—Pollo 40, mensaje recibido. Csss. Pollo 40, mensaje recibido. —Pero ya no lo hace tan bien como antes. Ahora apenas le sale un hilo de voz.