viernes, 30 de septiembre de 2011

Capitulo 37.

Ash se precipita sobre Vanessa, antes de que esta pueda acabar de subir las escaleras del colegio.
—Bueno, ¿cómo fue? Desapareciste…
—Estuvimos en Ansedonia.
—¿Fuisteis hasta allí?
Vanessa asiente.
—¿Y lo hicisteis?
—¡Ash!
—Bueno, perdona, si fuisteis hasta allí se supone que bajaríais a la playa, ¿no?
—Sí.
—¿Y no hicisteis nada?
—Nos besamos.
—¡Yuhuuu! —Ash le salta encima—. ¡Caramba! Menuda suerte, te has ligado al tío más bueno de la ciudad. —Luego advierte que Vanessa parece un poco triste—. ¿Qué pasa?
—Nada.
—Venga, no digas mentiras, suéltalo. Ánimo. Cuéntaselo a tu vieja y sabia amiga, Ash. Lo hicisteis, ¿verdad?
—¡Noooo! Solo nos besamos, y fue precioso. Pero…
—Pero, ¿qué…?
—Pues eso, que no sé cómo hemos quedado.
Ash  la mira perpleja.
—Pero intentó… —Mueve el puño hacia abajo dos veces en manera elocuente.
Vanessa hace un gesto negativo con la cabeza resoplando.
—No.
—En ese caso, la  cosa es realmente preocupante.
—¿Por qué?
—Le interesas.
—¿Tú crees?
—Seguro. Normalmente, se las tira a todas la primera noche.
—Ah, gracias, es un consuelo.
—Quieres saber la verdad, ¿no? Bueno, perdona, tienes que ser feliz. No te preocupes, si el problema es solo ese lo único que tienes que hacer es esperar a la segunda noche, ¡ya verás!
Vanessa le da un empujón.
—Estúpida… Por cierto, Ash, te han secuestrado la Vespa.
—¿Mi Vespa? —Ash cambia de expresión—. ¿Quién ha sido?
—Mis padres.
—La simpática de Gina. Uno de estos días le voy a decir un par de cosas. ¿Sabes que el otro día lo intentó?
—¿Mi madre? ¿Con quién?
—¡Conmigo! ¡Me besó mientras dormía en tu cama pensando que eras tú!
—¿Me lo juras?
—¡Sí!
—Imagínate, mi padre ha cogido tu llavero pensando que era el mío.
—¿Y no le ha parecido extraño lo de la P?
—¡Sí! Le dije que, de pequeña, él me llamaba siempre Puffina.
—¿Y se lo creyó?
—Ahora solo me llama así.
—¡Qué lástima! Tu padre es un buen tipo, pero eso no quita que sea también bastante bobalicón.
De este modo, entran en clase. Una, morena y esbelta, la otra, rubia y más menuda. Guapa y estudiosa la primera, graciosa e ignorante la segunda, pero con algo muy grande en común: su amistad. Durante la lección, Vanessa mira distraída la pizarra, sin ver los números escritos sobre ella, sin oír las palabras de la profesora. Piensa en él, en lo que estará haciendo en ese momento. Se pregunta si estará pensando en ella. Trata de imaginárselo, sonríe enternecida, a continuación preocupada, al final anhelante. Tiene muchos modos de ser. A veces resulta tierno y dulce, pero también puede convertirse inesperadamente en alguien salvaje y violento. Suspira y mira la pizarra. Es mucho más fácil resolver aquella ecuación.

Zac se acaba de levantar. Se mete en la ducha y deja que aquel chorro de agua potente y decidido le dé un masaje. Apoya las manos contra la pared mojada y, mientras el agua tamborilea sobre su espalda, empuja hacia abajo las piernas, levantándose de puntillas, primero el pie derecho, después el izquierdo. Mientras el agua resbala por su cara piensa en los ojos marrones de Vanessa. Son grandes, límpidos, y profundos. Sonríe y, a pesar de tener los ojos cerrados, puede verla a la perfección. Ahí está, inocente y serena frente a él, con el pelo despeinado por el viento y aquella nariz recta. Ve su mirada resuelta, temperamental. Mientras se seca, piensa en todo lo que se dijeron, en lo que él le contó. Ella, único oído dulce casi desconocido, oyente silencioso de su viejo sufrimiento, de su amor ahora convertido en odio, de su tristeza. Se pregunta si no se habrá vuelto loco. En cualquier caso, ya está hecho. Desayunando, piensa en la familia de Vanessa. En su hermana. En el padre que parece simpático. En esa madre de carácter firme y tajante, de rasgos parecidos a los de Vanessa, un poco ajados por la edad. ¿Llegará un día en el que ella sea también así? Las madres, a veces, no son sino la proyección futura de la muchacha con la que nos divertimos hoy. Le viene a la mente el recuerdo de una madre, más intenso que el de la hija. Apura el café sonriendo. Llaman a la puerta. Abre Maria. Es Pollo. Le tira sobre la mesa la habitual bolsa de papel, sus sándwiches al salmón.
—¿Entonces? Me tienes que contar lo que pasó. ¿Te la tiraste o no? Imagínate, esa… con el carácter que tiene a saber cuándo se dejará. ¡Nunca! ¿Adónde coño fuisteis? Os busqué por todas partes. Ah, no sabes cómo se puso Madda. ¡Está negra! ¡Como la pille la descuartiza!
Zac se pone serio. Maddalena, es verdad, no había pensado en ella. Anoche no pensó en nada de eso. Decide que ahora tampoco quiere hacerlo. A fin de cuentas, nunca se comprometieron a nada.
—Ten. —Pollo se saca del bolsillo un trozo de papel blanco arrugado y se lo tira—. Es su número de teléfono. —Zac lo coge al vuelo—. Se lo pedí ayer a Ash, sabía que hoy lo querrías…
Zac se lo mete en el bolsillo y sale de la cocina. Pollo va tras él.
—Pero bueno, Zac, ¿me cuentas algo o no? ¿Te la tiraste?
—¿Por qué me preguntas siempre esas cosas, Pollo? Ya sabes que yo soy un caballero, ¿no?
Pollo se tira sobre la cama muerto de risa.
—Un caballero… ¿tú? Dios mío, me va a dar algo. Lo que tengo que oír. Joder… Un caballero.
Zac lo mira sacudiendo la cabeza y luego, mientras se pone los vaqueros, también él se echa a reír. ¡La de veces que no se ha comportado, lo que se dice, como un caballero! Por un momento, le gustaría poder contarle algo más a su amigo.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Capitulo 36.

Delante de Vetrine, parada en medio de la calle desierta, queda ya solo su Vespa. Vanessa baja de la moto, desbloquea la rueda delantera y la enciende. Monta sobre el sillín y la empuja haciéndola bajar del soporte. Luego, parece acordarse de él.
—Adiós. —Le sonríe con ternura.
—Te acompaño, te escolto hasta casa. —Llegados a la avenida de Francia, Zac se acerca a la Vespa y apoya el pie derecho bajo el faro, sobre la pequeña matrícula.
—Tengo miedo.
—Mantén derecho el manillar…
Vanessa mira de nuevo hacia delante sujetándolo bien. La Vespa de Ash va más rápida que la suya pero jamás habría alcanzado por sí sola esos niveles. Dejan atrás la avenida de Francia y luego suben por la calle Jacini, hasta la plaza. Zac le da un último empujón justo delante de su casa. La suelta. Poco a poco, la Vespa va perdiendo velocidad. Vanessa frena y se vuelve hacia él. Está parado, erguido sobre la moto, a pocos pasos de ella. Zac la mira por un momento. Luego le  sonríe, mete la primera y se aleja. Ella lo  sigue con la mirada hasta verlo desaparecer en la curva. Lo oye acelerar cada vez más, un cambio rápido de marchas, silenciadores que rugen mientras se alejan corriendo a toda velocidad. Vanessa espera que Fiore, medio dormido, levante la barra. Luego sube por la pendiente que hay frente al edificio. Cuando dobla la curva, una triste sorpresa. Su casa está toda iluminada y su madre está allí, asomada a la ventana de su dormitorio.
—¡Aquí está, Greg!
Vanessa sonríe desesperada. No sirve de nada. Su madre cierra bruscamente la ventana. Vanessa mete la Vespa en el garaje, pasando con dificultad entre la pared y el Mercedes. Mientras cierra la puerta metálica piensa en la bofetada de aquella mañana. Inconscientemente, se lleva la mano a la mejilla. Trata de recordar el daño que le hizo. Sin esforzarse demasiado. De todos modos, no tardará en comprobarlo. Sube parsimoniosamente las escaleras intentando retrasar lo más posible el momento de aquel descubrimiento. La puerta está abierta. Pasa resignada bajo aquel patíbulo. Condenada a la guillotina, sin confiar demasiado en un posible indulto, ella, moderna Robespierre con pantalón de peto, perderá su cabeza. Cierra la puerta. Una bofetada le da en plena cara.
—¡Ay! —<Siempre en el mismo lado>, piensa, acariciándose la mejilla.
—Vete de inmediato a la cama pero antes dale las llaves de la Vespa  a tu padre.
Vanessa cruza el pasillo. Greg está junto a la puerta. Vanessa le entrega el llavero de Ash.
—¿Vanessa?
Ella se vuelve, inquieta.
—¿Qué pasa?
—¿Por qué una P?
La P de goma del llavero de Ash cuelga inquisitiva de las manos de Greg. Vanessa lo mira momentáneamente perpleja, pero a renglón seguido, despabilada por la bofetada y fresca creadora del instante, improvisa.
—Pero cómo, papá, ¿no te acuerdas? Por el apodo que me pusiste tú. ¡De pequeña me llamabas siempre Puffina!
Greg parece momentáneamente indeciso, luego sonríe.
—¡Ah, es verdad! Puffina. Ya no me acordaba. —Acto seguido, vuelve a ponerse serio—. Ahora vete a la cama. Mañana hablaremos de toda esta historia. ¡No me ha gustado nada, Vanessa!
Las puertas de los dormitorios se cierran. Greg y Gina, ya más tranquilos, hablan sobre aquella hija que antes era pacífica y tranquila y que ahora se rebela, irreconocible. Vuelve a altas horas de la noche, participa en carreras de motos, aparece fotografías en todos los periódicos. ¿Qué ha sucedido? ¿Qué le ha pasado a su Puffina?
En una de las habitaciones cercanas, Vanessa se desnuda y se mete en la cama. Su mejilla enrojecida encuentra un fresco consuelo en el almohadón. Durante un rato, sueña con los ojos abiertos. Le parece escuchar todavía el ruido de las olas, sentir el viento que le acaricia el pelo y ese beso, fuerte y tierno al mismo tiempo. Se gira en la cama. Piensa en él mientras mete las manos bajo el almohadón soñando que lo abraza. Entre las sábanas lisas, unos diminutos grano de arena le hacen sonreír. En la oscuridad de su habitación, surge poco a poco la respuesta que sus padres buscan con afán. Es evidente lo que le ha pasado a su Puffina: se ha enamorado.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Capitulo 35.

De nuevo ahora. Por la noche.
La moto corre tranquila por la orilla. Pequeñas olas rompen lentas en ella. Van y vienen, respiración regular del mar profundo y oscuro que los observa a una cierta distancia. La luna, alta en el cielo, ilumina la larga Feniglia. A lo lejos, la playa se pierde entre las manchas más oscuras de las montañas. Zac apaga los faros. Siguen corriendo envueltos en la oscuridad, sobre aquella mullida alfombra mojada. Al llegar a mitad de Feniglia se paran. Caminan el uno junto al otro, rodeados por aquella paz. Vanessa se acerca hasta la orilla. Pequeñas olasa de bordes plateados rompen antes de mojar sus All Star azules. Una ola algo más caprichosa que las demás prueba a cogerla. Vanessa retrocede deprisa tratando de escapar. Tropieza con Zac. Sus fuertes brazos le ofrecen un refugio seguro. Ella no lo esquiva. Su sonrisa se asoma en aquella luz nocturna. Sus ojos marrones, rebosantes de amor, lo miran divertidos. Él se inclina sobre ella lentamente y, estrechando su brazo, la besa. Labios suaves y cálidos, frescos y salados, acariciados por el viento del mar. Zac le pasa una mano por el pelo. Lo aparta dejando su cara al descubierto. En la mejilla teñida de plata, diminuto espejo de aquella luna que está en lo alto, se dibuja una sonrisa. Otro beso. Las nubes se pasean sosegadamente en el cielo azul nocturno. Zac y Vanessa se han tumbado sobre la arena fría, abrazados. Sus manos, cubiertas por minúsculos granos de arena, se persiguen divertidas.
Otro beso. Luego Vanessa se incorpora apoyándose en los brazos. Lo mira, está bajo ella. Sus ojos ahora en calma la miran fijamente. Su piel es de color ébano, lisa y suave. Su pelo corto no teme ensuciarse. Parece pertenecer a aquella playa, tumbado en ella, con los brazos extendidos, dueño de la arena, de todo. Zac, sonriendo, la atrae a él, dueño también de ella, acogiéndola con un beso más largo y profundo. La abraza estrechamente, respirando su dulce sabor. Ella se abandona, transportada por aquella fuerza, y, en ese momento, comprende que hasta entonces no había besado a nadie de verdad.
Ahora está sentado detrás de ella, la tiene abrazada, alojada entre sus piernas. Él, sólido respaldo, interrumpe de vez en cuando sus pensamientos para darle un beso en el cuello.
—¿En qué piensas?
Vanessa se vuelve hacia él mirándolo por el rabillo del ojo.
—Sabía que me lo preguntarías. —Vuelve a apoyar la cabeza contra su pecho—. ¿Ves la casa que está allí, sobre las rocas?
Zac mira en la dirección que indica la mano de ella. Antes de perderse en la lejanía se detiene por un momento en aquel índice menudo y lo encuentra también maravilloso. Sonríe, dueño exclusivo de sus pensamientos.
—Sí, lo veo.
—¡Es mi sueño! Cuánto me gustaría vivir en esa casa. Imagínate la vista que debe de tener. Un ventanal sobre el mar. Un salón en el que poder contemplar el atardecer mientras nos abrazamos.
Zac la estrecha con más fuerza entre sus brazos. Vanessa sigue mirando por un instante a lo lejos, arrobada. Él se acerca apoyando su mejilla contra la de ella. Vanessa, juguetona y caprichosa, trata de apartarlo, sonriendo a la luna, fingiendo querer escapar. Zac coge la cara de ella entre sus manos y ella, pálida perla, sonríe, prisionera en aquella concha humana.
—¿Quieres darte un baño?
—¿Estás loco, con este frío? Además, no tengo bañador.
—Venga, no hace frío y, entre otras cosas, ¿para qué necesita un bañador un pececito como tú?
Vanessa hace una mueca de rabia y lo empuja hacia atrás con las manos.
—Por cierto, le has contado a Pollo la historia de la otra noche, ¿verdad?
Zac se levanta y trata de abrazarla.
—¿Qué, bromeas?
—¿Cómo es posible entonces que Ash se haya enterado? ¡Se lo habrá contado Pollo!
—Te juro que no le he dicho nada. Puede que haya hablado en sueños…
—Hablado en sueños, claro… además, ya te he dicho que no creo en tus juramentos.
—Es verdad que de vez en cuando hablo en sueños, tú misma no tardarás en comprobarlo.
Zac se dirige a la moto mirando hacia atrás divertido.
—¿Lo comprobaré? Estás bromeando, ¿verdad?
Vanessa le da alcance un poco preocupada.
Zac se ríe. Su frase ha conseguido el resultado que pretendía.
—¿Por qué, acaso no dormimos juntos esta noche? Para el caso, no tardará mucho en amanecer.
Vanessa mira preocupada el reloj.
—Las dos y media. Caramba, si mis padres llegan antes que yo estoy acabada. Rápido, tengo que volver a casa.
—Entonces, ¿no duermes conmigo?
—¿Estás loco? A lo mejor no te has enterado de con quién estás saliendo. Y, además, ¿cuándo has visto a un pececito dormir acompañado?
Zac enciende la moto, aprieta el freno delantero dando gas. La moto, obediente entre sus piernas, gira sobre sí misma y se para delante de ella. Vanessa sube detrás. Zac mete la primera. Se alejan poco a poco, aumentando gradualmente la velocidad, dejando a sus espaldas una línea precisa de anchos neumáticos. Algo más lejos, entre la arena removida por aquellos besos inocentes, hay un pequeño corazón. Lo ha dibujado ella a escondidas, con el mismo índice que a él le ha gustado tanto. Una ola pérfida y solitaria cancela su contorno. Pero, usando un poro la imaginación, todavía se pueden leer la Z y la V. un perro ladra a lo lejos a la luna. La moto sigue con su carrera enamorada y se desvanece en la noche. Una ola más decidida que las demás acaba de borrar aquel corazón. Nadie podrá, sin embargo, cancelar aquel momento de sus corazones.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Capitulo 34.

Apenas dos años antes.
Zac, encerrado en su habitación, pasea intentando repasar la lección de química. Se apoya con ambas manos sobre la mesa. Hojea el cuaderno con los apuntes. Es inútil. Esas fórmulas se niegan a entrar en su cabeza.
De repente, oye cantar a Battisti en el último piso del edificio de enfrente <Te recuerdo, tan hermosa como eres…>. Qué suerte tiene Battisti, yo no me acuerdo de nada y odio la química. Luego, constatando que le quieren proponer todo el disco, se levanta y abre la ventana.
—¡Eh! ¿Queréis apagar la música?
El volumen baja lentamente. <Menudos imbéciles.> Zac vuelve a sentarse y se concentra de nuevo en la química.
—Zachary… —Zac se da la vuelta. Su madre está frente a él. Lleva puesto un abrigo de pieles marrón con manchas salvajes, claras y doradas. Debajo, una falda burdeos deja al descubierto sus espléndidas piernas cubiertas por unas medias transparentes que, tirantes y perfectas, desaparecen en un par de elegantes zapatos marrón oscuro—. Voy a salir, ¿necesitas algo?
—No, gracias, mamá.
—Bueno, en ese caso, nos vemos esta noche. Si llama papá dile que he tenido que salir para llevar las cartas que él ya sabe al asesor fiscal.
—Está bien.
Su madre se acerca a él y le da un suave beso sobre la mejilla. El perfume que emana de los rizos de su melena negra llega hasta él, acariciándolo. Zac piensa que se ha puesto demasiado pero prefiere no decírselo. Luego, al verla salir, comprende que ha hecho lo que debía. Es perfecta. Su madre no se puede equivocar. Ni siquiera cuando se perfuma. Lleva bajo el brazo el bolso que le regalaron él y su hermano. Paolo puso casi todo el dinero pero fue él el que lo eligió, en esa tienda de la calle Cola di Rienzo donde había visto a su madre detenerse muchas veces indecisa.
—Tú sí que eres un entendido — le susurró ella al oído colocándoselo bajo el brazo y, moviendo las caderas al andar, simuló una especie de desfile—. Bueno, ¿cómo me queda?
Todos respondieron divertidos. Pero lo que ella quería oír en realidad era la opinión del <verdadero entendido>.
—Estás guapísima, mamá.
Zac vuelve a su habitación. Oye cerrarse la puerta de la cocina. ¿Cuándo le regalaron aquel bolso? ¿Fue por Navidad o por su cumpleaños? Decide que, en ese momento, es mejor tratar de recordar la fórmula de química.
Más tarde. Son casi las siete. Le faltan tres páginas para acabar el programa. Entonces sucede. Battisti empieza a cantar de nuevo. En la ventana entornada del último piso del edificio de enfrente. Más alto que antes. Insistente. Provocador. Sin respeto por nada ni por nadie. Por él que está estudiando, por él que no puede ir al gimnasio. Se ha pasado.
Zac coge las llaves de casa y sale corriendo dando un portazo. Cruza la calle y entre en el portal del edificio de enfrente. El ascensor está ocupado. Sube las escaleras de dos en dos. Basta, es insoportable. No tiene nada contra Battisti, al contrario. Pero oírlo de ese modo. Llega al último piso. Justo en ese momento se abre el ascensor. Sale un empleado con un paquete en la mano. Es más rápido que Zac. Controla el apellido sobre la etiqueta de la puerta y llama. Zac recupera el aliento a su lado. El empleado lo mira curioso. Zac le devuelve la mirada sonriendo, luego observa el paquete que lleva en la mano. Sobre él está escrito: Antonini. Deben de ser los famosos pastelitos. Ellos también los compran todos los domingos. Hay de todas clases. De salmón, caviar, marisco. A su madre le encantan.
—¿Quién es?
—Antonini. Traigo los pastelitos que ha pedido, señor.
Zac sonríe para sus adentros. Ha adivinado, puede que ese, para disculparse, le ofrezca uno. La puerta se abre. Aparece un chico de unos treinta años. Tiene la camisa medio desabrochada y debajo solo lleva puestos los calzoncillos. El empleado hace ademán de entregarle el paquete pero cuando el muchacho ve a Zac se tira contra la puerta tratando de cerrarla. Zac no lo entiende pero, instintivamente, se arroja hacia delante. Mete el pie en medio de la puerta, bloqueándola. El empleado retrocede para mantener en equilibrio la bandeja de cartón. Al permanecer allí, con la cara apoyada contra la fría madera oscura, lo ve a través de la abertura de la puerta. Está sobre un sillón junto al abrigo de pieles. De repente, se acuerda. Su hermano y él le regalaron aquel bolso por Navidad. Y la rabia, la desesperación, el deseo de no estar allí, de no tener que dar crédito a lo que ve, redoblan sus fuerzas. Abre la puerta de golpe tirándolo al suelo. Entra en el salón furibundo. Preferiría estar ciego para no tener que ver lo que le muestran sus ojos. La puerta del dormitorio está abierta. Allí, entre las sábanas en desorden, con una cara distinta, irreconocible para él que la ha visto tantas veces, está ella. Se está encendiendo un cigarrillo con aire inocente. Sus miradas se encuentran y, en un instante, algo se rompe, se apaga para siempre. Aquel último cordón umbilical de amor que los unía se corta y ambos, sin dejar de mirarse, gritan en silencio, llorando a lágrima viva. Después él se aleja mientras ella permanece inmóvil sobre la cama, muda, consumiéndose como el cigarrillo que acaba de encenderse. Ardiendo de amor por él, de odio hacia sí misma, hacia el otro, hacia aquella situación. Zac se encamina lentamente a la puerta, se detiene. Ve al empleado en el rellano, junto al ascensor, con los pastelitos en la mano, mirándolo sin articular palabra. Inesperadamente, unas manos se apoyan sobre sus hombros.
—Escucha…
Es ese tipo. ¿Qué se supone que debería escuchar? Ya no siente nada. Se ríe. El muchacho no lo entiende. Lo mira estupefacto. Zac le da un puñetazo en plena cara. Y, en ese preciso momento, las palabras de Battisti, inocente culpable de aquel descubrimiento, se escuchan en el rellano, o puede que solo sea que Zac las recuerda: <Perdóname si puedes, también a usted le pido disculpas, señor>. Pero, ¿de qué tengo que pedir disculpas?
Giovanni Ambrosini se lleva las manos a la cara, llenándola de sangre. Zac lo coge por la camisa y, arrancándosela, lo saca de aquella casa sucia de amor ilegal.
Lo golpea varias veces en la cabeza. El muchacho trata de escapar. Empieza a bajar las escaleras. Zac lo alcanza de inmediato. Con una patada precisa lo empuja con fuerza, haciéndole tropezar. Giovanni Ambrosini rueda por las escaleras. Apenas se para, Zac se abalanza de nuevo sobre él. Le da patadas en la espalda, en las piernas, mientras él se aferra dolorido a la barandilla, intentando levantarse, huir de él. Lo está destrozando. Zac le tira del pelo, intentando que se suelte, pero mientras sus manos se llenan de mechones de pelo, Giovanni Ambrosini sigue allí, aferrado a la barra de hierro, gritando aterrorizado. Las puertas de los otros apartamentos se abren. Zac da patadas a las manos de Giovanni y estas empiezan a sangrar. Pero no se suelta, consciente de que aquello es su única salvación. Entonces Zac lo hace. Lleva la pierna hacia atrás y, con toda su fuerza, golpea su cabeza por detrás. Una patada violenta y precisa. La cara de Ambrosini se estampa contra la barandilla. Con un ruido sordo. Le destroza los pómulos. Empieza a chorrear sangre. Los huesos de la boca se rompen. Se le cae un diente y rebota en el mármol. La barandilla vibra y aquel ruido de hierro desciende las escaleras acompañado del último grito de Ambrosini que se desmaya. Zac escapa, bajando apresuradamente, pasando veloz entre las caras terribles de los inquilinos curioso, tropezando con aquellos cuerpos flácidos que tratan en vano de detenerlo. Vaga por la ciudad. Aquella noche no vuelve a casa. Va a dormir a casa de Pollo. Su amigo no le pregunta nada. Menos mal que su padre está fuera aquella noche, así pueden compartir la cama. Pollo siente a Zac agitarse mientras duerme, hace como si nada, a pesar de que uno de los almohadones está empapado de lágrimas. Desayunan sonriendo, charlando de sus cosas, compartiendo un cigarrillo. Luego Zac va al colegio y saca hasta un diez en química. Pero aun así, a partir de aquel día, su vida cambiará. Sin que nadie haya sabido nunca la razón, nada ha vuelto a ser igual.
Algo malévolo anida en él. Una bestia, un terrible animal ha hecho su guarida en lo más profundo de su corazón, listo para salir en cualquier momento, para golpear, con rabia, con maldad, hijo del sufrimiento y de un amor hecho añicos. Desde entonces, la vida en casa dejó de ser posible. Silencios y miradas furtivas. No volvió a dedicar ni siquiera una sonrisa a la persona que antes idolatraba. Luego vino el proceso. La condena. Su madre no testimonió a su favor. Su padre lo riñó. Su hermano no se enteró de nada. Y nadie supo nunca lo que había pasado, aparte de ellos dos. Guardianes forzados de aquel terrible secreto. Aquel mismo año, sus padres se separaron. Zac se fue a vivir con Paolo. El primer día que entró en aquella casa miró por la ventana de su habitación. Fuera había solo un prado tranquilo. Empezó a colocar sus cosas. Sacó de la bolsa algunos suéteres y los puso al fondo del armario. De repente, tocó una sudadera. Mientras la sacaba, se le abrió en las manos. Por un instante tuvo la impresión de  que su madre estaba allí. Recordaba cuando se la prestó, el día en que se fueron a correr juntos por una arboleda. Cuando él había aminorado el paso para estar a su lado. Y ahora, en cambio, se encontraba en aquella casa, tan lejos de ella, en todos los sentidos. Apretando con fuerza la sudadera entre las manos, se la llevó a la cara. Al oler su perfume, se echó a llorar. Luego, estúpidamente, se preguntó si aquel día debería haberle dicho que se había puesto demasiado.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Capitulo 33.

Guapos y vestidos de vaquero, mejor que una publicidad en vivo. Sobre la moto azul oscura como la noche, se confunden en la ciudad, riéndose. Halando de esto y lo otro, sonriéndose en los espejitos intencionadamente doblados hacia dentro. Ella se apoya sobre su hombro, se deja llevar así, acariciada por el viento y por aquella nueva fuerza, la rendición. Calle Quattro Fontane. Plaza Santa Maria Maggiore. La esquina de la derecha. Un pequeño pub. Un tipo inglés en la puerta reconoce a Zac. Lo deja pasar. Vanessa sonríe. Con él se entra en todas partes. Es su salvoconducto. El salvoconducto para la felicidad. Se siente tan feliz que ni siquiera se da cuenta de que pide una cerveza roja, ella que odia incluso las claras, tan encantada que comparte con él un plato de pasta olvidando la pesadilla de la dieta. Como un río en crecida se da cuenta de que le habla de todo, de no tener secretos para él. Lo encuentra inteligente y fuerte, guapo y dulce.
Y ella que no se había dado cuenta antes, estúpida y ciega, ella que lo ha ofendido, ruda y malvada. Pero luego se disculpa. Tenía miedo. Juegan a los dardos. Ella da en lo alto de la diana. Se vuelve exultante hacia él. <No está mal como resultado, ¿no?> Él le sonría. Hace  un gesto afirmativo. Vanessa lanza divertida otro dardo, sin que sus ojo se hayan dado cuenta de que ya han dado en el blanco.
De nuevo secuestrada. Calle Cavour. La pirámide. Testaccio. A toda velocidad. Saboreando el viento fresco de aquella noche de finales de abril. Zac mete la tercera, luego la cuarta. El semáforo del cruce está en naranja. Zac sigue adelante. Repentinamente, oye el chirrido de unos frenos. Neumáticos pentinamente, que quemaban el asfalto. Grava. Un Jaguar Sovereign viene por su izquierda a toda velocidad, prueba a frenar en seco. Zac, cogido por sorpresa, frena quedándose plantado en medio del cruce. La moto se apaga. Vanessa lo abraza con fuerza. En sus ojos asustados los faros potentes del coche que se acerca.
El morro de la pantera salvaje se rebela ante el brusco frenazo. El coche da un bandazo. Vanessa cierra los ojos. Oye el rugido del motor al frenar, el perfecto ABS controlar las ruedas, los neumáticos maltratados por los frenos. Eso es todo. Abre los ojos. El Jaguar está allí, a pocos centímetros de la moto, inmóvil. Vanessa exhala un suspiro de alivio y libera la cazadora de Zac de su abrazo aterrorizado.
Zac, impasible, mira el conductor del coche.
—¿A dónde crees que vas, gilipollas? —El tipo, un hombre de unos treinta y cinco años, con el pelo bien cortado, abundante y rizado, baja la ventanilla eléctrica.
—Perdona, niño, ¿qué has dicho? —Zac sonríe mientras baja de la moto. Conoce a esos tipos. Debe de llevar a una mujer al lado y no quiere hacer el ridículo. Se acerca al coche.  En efecto, a través del cristal ve unas piernas femeninas al lado del tipo. Unas bonitas manos cruzadas sobre un bolso de fiesta negro, sobre un vestido elegante. Trata de ver la cara de la mujer, pero la luz de una farola se refleja en el cristal, ocultándola. Niño. Ahora verás lo que te hace este niño. Zac abre la puerta del tipo con educación.
—Sal de ahí, gilipollas, así me oirás mejor. —El hombre de unos treinta  y cinco años hace ademán de salir. Zac lo agarra de la chaqueta y lo saca violentamente del coche. Lo tira sobre el Jaguar. El puño de Zac se alza, listo para golpearlo.
—¡Zac, no! —Es Vanessa. La ve de pie junto a la moto. Su mirada expresa disgusto y preocupación. Los brazos dejados caer a ambos lados de su cuerpo—. ¡No lo hagas! —Zac lo suelta ligeramente. El tipo se aprovecha de inmediato. Libre y canalla le da un puñetazo en la cara. Zac echa la cabeza hacia detrás. Pero solo por un instante. Sorprendido, se lleva la mano a la boca. Le sangra el labio.
—Hijo de… —Zac se abalanza sobre él. El tipo extiende los brazos, inclina la cabeza tratando de protegerse, asustado. Zac lo agarra por los rizos, empuja hacia abajo su cabeza listo para darle con la rodilla, cuando, repentinamente, es golpeado de nuevo. Esta vez, sin embargo, de modo distinto, más fuerte, directamente en el corazón. Un golpe seco. Una simple palabra. Su nombre.
—Zachary…
La mujer ha bajado del coche. Ha apoyado el bolso sobre el capó y está a su lado de pie. Zac la mira. Mira el bolso, no lo reconoce. A saber quién se lo habrá regalado. Qué extraño pensamiento. Lentamente, abre la mano. El tipo de los rizos tiene suerte y se ve liberado. Zac la mira en silencio. Sigue siendo tan guapa como siempre. Un débil <Ciao> sale de sus labios. El tipo lo empuja a un lado. Zac retrocede abandonando la pelea. El tipo sube al Jaguar y arranca.
—Vámonos, venga.
Zac y la mujer se miran por última vez. Entre aquellos ojos tan similares, un extraño hechizo, una larga historia de amor y tristeza, sufrimiento y pasado. Luego ella vuelve a subir al coche, guapa y elegante, igual que ha aparecido. Lo deja allí, en la calle, con el labio sangrando y el corazón destrozado. Vanessa se acerca a él. Preocupada por la única herida que puede ver, le acaricia delicadamente el labio con la mano. Zac se aparta y sube en silencio a la moto. Espera a que ella suba detrás para arrancar con rabia. Avanza, reduce, da gas. La moto se desliza por el asfalto, aumenta de revoluciones. Lungotevere.
Zac, sin pensar, empieza a correr. Dejando a sus espaldas viejos recuerdos. Ciento treinta, ciento cuarenta. Cada vez más rápido. El aire frío le pincha en la cara y ese fresco sufrimiento parece aliviarlo. Ciento cuarenta, ciento sesenta. Aún más rápido. Pasa como un rayo entre dos coches muy próximos. Ciento setenta, ciento ochenta. Una suave cuneta y la moto casi vuela atravesando un cruce. Un semáforo que acaba de ponerse rojo. Los coches a su izquierda tocan el claxon, frenando nada más arrancar. Sometidos a esa moto arrogante, a ese bólido nocturno débilmente iluminado, peligroso y raudo como un proyectil esmaltado de azul. Ciento noventa, doscientos. El viento silba. La calle, difuminada a ambos lados, se une en el centro. Otro cruce. Una luz a lo lejos. El verde desaparece. Ahora llega el naranja. Zac aprieta el pequeño botón que hay a su izquierda. Su claxon se alza en la noche. Como el aullido de un animal herido que corre a encontrarse con la muerte, como la sirena de una ambulancia, desgarradora como el grito del herido que transporta. El semáforo cambia de nuevo. Rojo.
Vanessa empieza a aporrearle la espalda.
—Párate, párate. —En el cruce, los coches se ponen en marcha. Un muro de metal de ladrillos costosos y multicolores se alza retumbando ante ellos—. ¡Párate!
Aquel último grito, aquella llamada a la vida. Zac parece despertarse de golpe. La empuñadora del gas, libre, vuelve rápidamente al cero. El motor reduce bajo su pie arrogante. Cuarta, tercera, segunda. Zac aprieta con fuerza el freno de acero, casi doblándolo. La moto tiembla al frenar, mientras que las revoluciones descienden veloces. Las ruedas dejan dos líneas rectas y profundas sobre el asfalto. Un olor a quemado envuelve los pistones humeantes. Los coches avanzan tranquilos a pocos centímetros de la rueda delantera de la moto. No se han dado cuenta de nada. Solo entonces, Zac se acuerda de ella, de Vanessa. Ha bajado. La ve allí, apoyada contra un muro al borde la carretera.
Unos sollozos quedos le salen del pecho, incontenibles, al igual que las pequeñas lágrimas que rayan su cara morena. Zac no sabe qué hacer. De pie, frente a ella, con los brazos abiertos, temeroso incluso de acariciarla, asustado ante la idea de que esos leves sollozos nerviosos se transformen en auténtico llanto con solo tocarla. La intenta igualmente. Pero la reacción es inesperada. Vanessa le aparta con rudeza la mano, sus palabras son más bien gritos, quebrados por el llanto.
—¿Por qué? ¿Por qué eres así? ¿Estás loco? ¿Crees que es normal correr de ese modo? —Zac no sabe qué contestarle. Mira aquellos ojos húmedos y grandes, anegados en lágrimas.
¿Cómo puede explicarle? ¿Cómo puede decirle lo que hay detrás? El corazón se le encoge. Vanessa lo mira. Sus ojos marrones sufren e, inquisitivos, buscan en él una respuesta. Zac sacude la cabeza. No puedo, parece repetir para sus adentros. No puedo. Vanessa alza la nariz y casi como si reuniera fuerzas, ataca de nuevo.
—¿Quién era esa mujer? ¿Por qué has cambiado tan repentinamente? Me lo tienes que decir, Zac. ¿Qué ha pasado entre vosotros?
Y aquella última frase, aquel gran error, aquel equívoco imposible, parece golpearlo de lleno. En un abrir y cerrar de ojos, todas sus defensas se desvanecen. La guardia que había montado a su alrededor, constante, irreducible, entrenada en silencio un día tras otro, cede inesperadamente. Su corazón se abre, en calma por primera vez. Sonríe a aquella muchacha ingenua.
—¿Quieres saber quién es esa mujer?
Vanessa asiente.
—Es mi madre.

Capitulo 32.

Vetrine. Delante de la puerta, un tipo robusto con un diminuto pendiente a la izquierda y la nariz aplastada hace esperar a un grupo de personas. Vanessa se pone en la fila. Junto a ella, dos chicas demasiado pintadas con una especie de abrigos ligeros de paño y sus acompañantes, con chaquetas imitación de pelo de camello. Uno de ellos lleva en el ojal un broche dorado en forma de saxofón, tan dudoso como la posibilidad de que sepa tocarlo. Al otro lo traicionan los mocasines con una pequeña franja de piel. El Marlboro que llevan en la boca no los salvará. No entrarán.
El gorila ve a Vanessa.
—Tú.
Vanessa pasa por delante de las chicas del pelo cardado, de una pareja demasiado como es debido y de dos alelados venidos desde lejos. Alguno protesta, pero lo hace en voz baja. Vanessa sonríe al gorila y entra. Este vuelve a mirar con hosquedad a su pequeño rebaño, con determinación en la cara, con el ceño fruncido, listo para aplastar cualquier posible conato de rebelión. Pero no hace falta. Todos siguen esperando en silencio, mirándose entre ellos, con esa sonrisa a medias que equivale, sin embargo, a una frase completa: <Somos los últimos monos>.
Dos enormes altavoces retumban en lo alto lanzando bajo aterradores. En la barra, grupos de chicos y chicas gritan tratando de hablar con ellos, riéndose. Vanessa se apoya en el cristal. Mira la gran pista que hay en sus pies. Todos bailan como locos. Incluso en el borde de la misma la gente se deja arrastrar por el house.
Vetrine le gusta mucho: nada más entrar puedes ver a través de aquel cristal a la gente que baila en el piso de abajo, luego, si quieres, bajas tú también allí y te mezclas en el bullicio, observada por el resto, pequeño espectáculo multicolor. Algunas muchachas agitan los brazos, una salta divertida bromeando con una amiga. Con sus minúsculos tops elásticos blancos y negros, con sus pantalones ajustados a la cintura y un poco cortos. Y ombligos al aire y vaqueros de colores, con la pernera ligeramente ancha, envueltos por un largo pañuelo atado a la cintura. La solitaria sobre el cubo, la convencida con los ojos cerrados, el atildado que intenta ligar. Un macarra estilo John Travolta con una diadema en la cabeza y una amplia camisa. Una pareja trata de decirse algo. Puede que él le esté proponiendo un baile algo más sensual en casa, a solas, con una música más melodiosa. Ella se ríe. Tal vez acepte. Nada, ni rastro de Ash, de Pollo, del resto de sus amigos y, sobre todo, de Zac. ¿Y si no hubieran venido? Imposible. Ash la habría avisado. Inesperadamente, Vanessa percibe algo: una extraña sensación. Está mirando en la dirección equivocada. Y, como guiada por una  mano divina, por el dulce impulso del destino, se vuelve. Ahí están. En la misma sala, en un rincón al fondo de Vetrine, junto al último cristal.
El grupo está completo: Pollo, Ash, el de la banda, otros muchachos de pelo corto y bíceps abultados acompañados de muchachas más o menos agraciadas. Está también Maddalena con su amiga de la cara redonda. Y él. Zac bebe una cerveza y, de vez en cuando, echa un vistazo abajo. Parece estar buscando a algo o a alguien. Vanessa se sobresalta. ¿La estará buscando a ella? Puede que Ash le haya dicho que acudiría. Vuelve a mirar abajo. La pista parece desenfocada tras el cristal. No, Ash no puede habérselo dicho. Poco a poco, lo mira de nuevo. Sonríe para sus adentros. Qué raro. Es tan fuerte, con esa pinta de duro, el pelo al ras detrás, la cazadora abrochada y ese modo de sentarse tan imponente, tan sereno. Y, sin embargo, algo en él es dulce y bueno. Quizá su mirada. Zac se vuelve hacia ella. Vanessa se da la vuelta asustada. No quiere que la vea, se mezcla entre la gente y se aleja del cristal. Va hasta el fondo del local y paga a un tipo que le entrega una entrada amarilla y la deja pasar. Desciende veloz por las escaleras. Abajo, la música es mucho más fuerte. Vanessa pide un Bellini en la barra. Le gusta el melocotón. Zac se ha levantado. Se apoya sobre el cristal con ambas manos. Mueve arriba y abajo la cabeza al compás de la música. Vanessa sonríe. Desde allí no puede verla. Llega el Bellini y se lo bebe en un abrir y cerrar de ojos.
Vanessa, sin ser vista, da la vuelta por detrás alrededor de la pista, se coloca justo bajo ellos. Se siente extrañamente eufórica. El Bellini le está haciendo efecto. La música se apodera de ella. Se deja llevar. Cierra los ojos y, poco a poco, bailando, atraviesa la pista. Mueve la cabeza siguiendo el ritmo. Feliz y algo borracha, en medio de todos aquellos desconocidos. Su pelo vuela. Sube a un borde algo más alto de la pista. Junta las manos y empieza a bailar balanceando los hombros, con la boca cerrada y transportada por la música abre los ojos y mira hacia arriba. Sus miradas se encuentran a través del cristal. Zac la está mirando. Por un instante, no la reconoce. También Ash la ve. Zac se vuelve hacia Ash y le pregunta algo. Desde abajo. Vanessa no puede oír lo que dicen pero lo intuye fácilmente. Ash asiente. Zac mira de nuevo hacia abajo. Vanessa le sonríe antes de bajar los ojos y de ponerse a bailar de nuevo, arrebatada por la música.
Zac se aleja rápidamente sin preocuparse de nada y de nadie. Pollo sacude la cabeza. Ash se arroja sobre él, lo abraza impulsivamente y le da un beso en la boca. El tipo rudo y bajo de la escalera deja pasar a Zac sin pagar. Es más, lo saluda con respeto. Zac se detiene. Vanessa está delante de él. Un macarra de melena cuadrada baila en torno a ella interesado en la adquisición. Al ver a Zac se aleja del mismo modo que había llegado, como quien no quiere la cosa. Vanessa sigue bailando mirándole a los ojos y, en ese preciso instante, él se pierde en aquel marrón chocolate. Mudos y sonrientes bailan el uno junto al otro. Al ritmo de sus miradas, de sus ojos, de sus corazones. Vanessa se balancea. Zac se le acerca. Puede oler su perfume. Ella alza las manos, se las pone delante de la cara y baila tras ellas sonriente. Se ha rendido. Él la mira encantado. Es guapísima. No ha visto nunca unos ojos tan ingenuos. Esa boca suave, color pastel, esa piel aterciopelada. Todo en ella parece frágil pero perfecto. En sintonía con su sonrisa, el pelo suelto bajo la cinta baila alegremente saltando de un lado a otro. Zac le coge la mano, la atrae hacia él. Le acaricia la cara. Están muy próximos. Zac se detiene. Tiembla ante la idea. Un leve movimiento quizá podría causar que ella, quebradizo sueño de cristal, se rompiera en mil pedazos. Entonces le sonríe y se la lleva de allí. Arrancándola de toda aquella confusión, de toda aquella gente desenfrenada, de esos tipos que se mueven frenéticos, que parecen enloquecer cuando pasan junto a ellos. Zac la conduce a través de aquella maraña de brazos agitados, protegiéndola de cantos humanos, de peligrosos codos afilados de ritmo, de pasos convulsos de inocente alegría. Más arriba, tras el cristal. Alegría y dolor. Ash mira a Vanessa desaparecer con él, finalmente inocente y sincera. Maddalena se deja caer sobre un sofá. Se desengaña sola, al igual que, sola, se había engañado. Con un vaso vacío entre las manos y algo más difícil de rellenar dentro. Ella, simple abono de esa planta que a menudo florece sobre la tumba de un amor marchito. Esa rara planta llamada felicidad.